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Fueron estos hechos los que incitaron a un grupo de
personas entre las que se encontraban quienes en ese
momento eran autoridades en sus comunidades, pero sobre
todo maestras y maestros de todos los niveles
educativos desde preescolar hasta universidad,
decidieron reunirse para analizar y determinar cómo
debería ser la bandera del pueblo otomí del estado de
Michoacán. Aunque definitivamente cada uno de los
participantes de inicio a fin tiene su propia historia
de cómo fue que llegó hasta las reuniones. Lo cierto es
que después de 10 meses y de más de una docena de
reuniones en las cada vez se unían más personas,
lograron el acuerdo de incluir elementos al centro que
mostraran desde la orografía has las artesanías o la
producción agrícola de la zona con orígenes ancestrales
otomíes, así como los cuatro elementos y los colores
pastel que lucen los trajes de las mujeres de éste
importante zona del Estado y el País.
Las franjas en horizontal que lucen en rojo, amarillo y
azul, así como le blanco, no distan en mucho de lo que
para la generalidad de la población significa el color
de la sangre de nuestra raza, el azulado de los cielos,
la luz de los astros sol y luna que permiten la vida
sobre la tierra y la pureza del blanco del espíritu
indígena. Así como el negro se relaciona con los seres
que se adelantan o el camino a otro mundo, también la
estrella, la pirámide, los arboles de los bosques, el
cántaro como símbolo de la alfarería derramando agua
sobre las presas que riegan los cultivos del maíz o la
noche buena que le han dado desarrollo económico a la
región otomí del oriente de Michoacán. Poco más poco
menos es lo que engloba la nueva bandera otomí de los
hermanos michoacanos que se juntaron en sus siete
pueblos para que, así como los otros tres pueblos
originarios ahora tengan un símbolo que también les
identifique y proyecte como una cultura viva que se
niega a dejar de ser y por siempre existir sobre la faz
de la tierra.