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Pero la verdadera ética no necesita testigos. No necesita cámaras, ni jefes,
ni seguidores en redes sociales. Se sostiene sola, porque nace de una
decisión interna: la de querer ser una mejor versión de uno mismo. Desde mi
espacio, reconozco que esa decisión es un acto de profunda libertad,
porque implica dejar de depender de lo que otros piensan o dicen, para
hacernos cargo de nuestras elecciones con madurez y consciencia.
Se dice con frecuencia que “las reglas se hicieron para romperse” y por
desgracia en ocasiones quien las rompe con ingenio es incluso admirado
por su audacia. Pero se nos olvida algo esencial: esas reglas, en su mayoría,
existen para protegernos, para convivir, para no hacernos daño. ¿Por qué
buscaríamos transgredir lo que explícitamente se nos presenta como la vía
para el bienestar colectivo? Justificar el romper las reglas con la excusa de
conocerlas no es más que un disfraz elegante para la irresponsabilidad.
En este camino, el autocontrol se vuelve fundamental. No como una camisa
de fuerza, sino como una brújula interna que nos permite guiar nuestro
comportamiento y no simplemente justificarlo después de haber fallado.
Autocontrol para decir “no” cuando algo va contra nuestros principios,
incluso si nadie se entera. Autocontrol para reconocer que una satisfacción
inmediata no vale tanto como la tranquilidad de saberse coherente con los
propios valores.