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en el sentido de actuar en beneficio de ellos, sino porque dependen de los otros
para alcanzar sus propios logros. Esta dinámica, que muchas veces pasa
desapercibida, puede esconder una forma sutil de deshonestidad: cuando nuestros
éxitos se construyen a partir del esfuerzo, las ideas o el trabajo de otros, pero los
presentamos como propios, dejamos de desarrollar un sentido auténtico de valor
personal.
En esta lógica, se diluye la responsabilidad individual y se genera una dependencia
que debilita nuestra autonomía. No aprendemos a generar nuestro propio mérito,
sino que nos acostumbramos a tomar impulso desde lo que otros han construido.
El verdadero crecimiento personal requiere reconocer la colaboración sin
apropiación indebida, valorar al otro sin convertirlo en un peldaño, y asumir que la
integridad también se refleja en cómo alcanzamos nuestras metas, no solo en el
hecho de haberlas logrado.
En esa misma línea, ser mejor "para" el otro puede
tener dos rostros. Desde el amor propio, la
generosidad y el compromiso social, puede
representar una entrega sincera, un acto de
profundo desprendimiento. Pero cuando esa mejora
se convierte en una forma de anularse para ser útil
o aprobado, termina hiriendo la autoestima y
desdibujando los límites personales. Amar al otro no
debe implicar dejar de amarse a uno mismo.
Por eso, desde mi espacio, creo firmemente que el
crecimiento personal debe incluir una conciencia
relacional. No somos islas. La construcción de una
mejor versión de uno mismo no puede darse